En 2008, la bióloga Katie Hinde hizo un hallazgo que cambió por completo lo que se creía sobre la lactancia: la leche materna no es un producto estático, sino un mensaje químico que se ajusta constantemente.

Mientras estudiaba macacos en California, Hinde observó un patrón sorprendente. Cuando la madre tenía un hijo varón, la leche era más espesa, rica en grasas y proteínas —un “combustible” de alto rendimiento. Si era una hija, la leche era más abundante y cargada de calcio. Esta variabilidad planteaba una pregunta fascinante: ¿cómo ajusta el cuerpo de la madre la composición de la leche según el sexo del bebé?

La respuesta la llevó a descubrir un mecanismo extraordinario: el flujo retrógrado. Durante la lactancia, no toda la leche va en una sola dirección. La succión del bebé hace que una pequeña cantidad de saliva regrese al pezón, donde el tejido mamario actúa como un escáner biológico.

Si la saliva indica fiebre o infección, el cuerpo de la madre produce anticuerpos específicos en cuestión de horas. Si el bebé está estresado, la leche ajusta sus niveles hormonales, como el cortisol, modulando su temperamento.

Pero eso no es todo: la leche cambia de la mañana a la noche, según el estado de salud del bebé y otros factores. Como concluyó Hinde:

“La leche materna es comida, medicina y señal”.

Es, sin duda, el sistema de comunicación más sofisticado de la naturaleza, una conversación silenciosa que une a madre e hijo, imposible de replicar completamente incluso con la tecnología moderna.